viernes, 18 de octubre de 2013

Dale cobijo a mi piel

Isla de arenas blancas y agua de magnética turquesa. Playas dulces de espesas y deslizantes espumas, caricias de sal y olas que adormecen, distancian, arrullan. Líneas curvas de arena y agua.
Bajo el verde cálido de los manglares, allá en el fondo del agua, el lodo, lo más oscuro. Y en ese reino perdido, lejos de los ojos del mundo, acunada por las olas, en la playa, ajena al viscoso movimiento del pantano movedizo, yace tumbada la sirena adormecida, complacida, olvidada.
He aquí, la tragedia de la isla: bajo la tierra, el veneno, y la sirena, dormida.


Este texto ya tiene mucho tiempo. Me he acordado de haberlo escrito hoy, mientras pensaba en la idea de la isla como refugio, o paraíso, ese ideal que hay dentro de uno tantas veces de irse hacia un lugar que nos haga olvidar lo que somos, que nos aleje de la rutina o que nos dé una tregua al vivir diario con nuestras contingencias cansinas. Que nos meza,  nos acune, nos seduzca. En la época que escribí este texto, creo que quería hablar de lo que se esconde bajo las varias capas de ceguera con las que cubrimos el paraíso, cuando en él nos creemos. Hay muchos paraísos, el del amor es uno. En los paraísos isla podemos navegar por el mar como sin ver los tiburones. Podemos vivir como sirenas dormidas. Una isla es como una pequeña utopía de felicidad, una brillante promesa, el escondite de los tesoros. Supongo que todos hemos vivido algún tiempo en una isla o hemos querido huir a ella. Pero con el tiempo puede ser una encerrona, una trampa sofocante, un lugar del que escapar. Esta de la foto es la isla de las islas, la isla de Jonhy Kay. Caribe, Caribe. Vista desde otra isla. Podría ser un imán. Pura promesa. 

Cozumel, Juan Perro:
                   

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