miércoles, 30 de abril de 2014

Hierba


Un valle verde y dorado donde crece la hierba. La hierba huele en las pacas embaladas en los prados. Un río baña los prados. Y los montes miran al norte, por donde bajan las nieblas y el frío. Soy de un valle que huele a hierba y a río y a vacas. 
Al otro lado del monte estaba el mundo, el afuera. Una vez dejé los montes, de niña. Y quedó conmigo ya siempre el deseo de volver. Pero después me fui más lejos, al otro lado del mar. A veces, todo aquello y algo más vuelve en un nudo cuando, al otro lado del mundo, al cabo de tantísimos años, al salir del trabajo y pisar el aparcamiento, sube del terraplén verde, de la ladera del barranco, intenso y claro, el olor de la hierba que ha cortado el jardinero. Hoy, por ejemplo. Por un instante, la hierba sabía a valle. 




sábado, 26 de abril de 2014

Crepúsculos

"Gostei desses momentos intermediários, alvoradas, crepúsculos. Nos trópicos eles são rápidos, quase instantâneos, é necessário estar atento, qualquer distração e o mistério desapareceu, não está mais lá. Em zonas temperadas, nos verões, o dia que não acaba nunca, e vai se estendendo, misturando-se pouco a pouco à noite, feito uma aquarela." 
                                                             Carola Saavedra, Inventário das coisas ausentes



Desde que vivo en Brasil y más al principio de hacerlo, a menudo he pensado en cómo debe afectarlas personas, a su forma de apreciar la vida y de vivirla, esa rotundidad de la luz, su falta de matices, la casi ausencia de transiciones.
Es verdad, en las tierras del Trópico, amanece temprano y súbitamente; en media hora el sol alumbra casi a gritos, con la misma intensidad casi que lo hará más tarde, cerca del mediodía. Y la noche cae rápidamente. El hermoso espectáculo de los atardeceres se resuelve en media hora y poco después ya es de noche.Tampoco se notan apenas las estaciones y el año es una continuidad de días de sol radiante sólo interrumpidos por el tiempo de las lluvias, y en cuanto la lluvia escampa, se instala de nuevo el eterno clima estival. 
El tiempo y la vida se perciben de otro modo, sin ciclos de recogimiento, melancolía y decadencia  ni tampoco de renacimiento o fertilidad. El ritmo de los cambios de luz, con el día, y con las estaciones, a lo largo del año, es en el hemisferio norte lento, cíclico y lleno de matices. Hay una constante experiencia de la fugacidad y de la muerte representada en la estaciones y el sol dosifica su luz en suaves gradaciones.  En el Trópico, en cambio, se vive por un parte, una especie de sensación engañosa de eterna juventud, de continuidad y permanencia, de constante vitalidad, representada en la luz intensa del verano que dura siempre, y al mismo tiempo  los cambios bruscos, la sustitución inmediata, los cambios sin tránsito. Todo nace y muere abruptamente, se descompone en un instante. Tal vez por eso ese culto absoluto a la alegría, a lo inmediato, ese huir de la tristeza y esa facilidad para la ruptura, esa atracción por lo nuevo. 

Pero, y volviendo a la cita del principio,  esos momentos intermedios, esos paréntesis en que la luz se suaviza y aparecen los matices, aunque brevísimos y fugaces, son mágicos. Un regalo, un refugio.



sábado, 19 de abril de 2014

En la ciudad blanca

“Sabe que o silêncio não existe?(...) o silêncio não existe, e, ainda que eu fique aqui e não diga nada, há sempre algo acontecendo e fazendo barulho. Ininterrumpidamente.”
                                                      Carola Saavedra, Paisagem com dromedário




Vuelvo a ver Dans la ville blanche de Alain Tanner, veintitantos años después de haberla visto fascinada por primera vez y sin recordar ya apenas cómo o qué vi en ella entonces, la que yo era entonces. Me la recordó un comentario que leí en la novela de Carola Saavedra,  lo anoté y estos días de Pascua, con la casa convertida en burbuja, la vuelvo a ver y retomo las notas que tomé entonces en mi cuaderno, a raíz de la lectura, con el recuerdo de la película, y las rehago ahora después de haberla visto.

Aunque cesemos el ruido, aunque guardemos silencio, siempre hay algo que suena. Tampoco la quietud existe. Pararse forma parte del movimiento, que no se detiene. En el acto mismo de pararse hay un gesto y aunque yo me calle, el ruido sigue y el movimiento. Mientras yo estoy quieta, todo sigue, se mueven los otros, se mueve el mundo.  Pasa el tiempo. No existe la permanencia, ni el silencio.

El personaje de En la ciudad blanca, es un viajero, un marino mercante que decide abandonar en Lisboa el barco y parar, no hacer nada, quedarse. Sin motivo, sin objetivo, parar. Bajarse del engranaje de su vida normal y limitarse a mirar. Recorre una Lisboa portuaria, cotidiana, y la mira desde fuera, desde ese espacio de libertad y extrañeza del extranjero, desde la alegría expectante y la libertad del desarraigo voluntario. Anda y anda por la ciudad y la filma con una cámara de súper ocho. El espectador acompaña su movimiento silencioso, su puro mirar y oímos los sonidos de la ciudad a su paso, respiramos sus ruidos con esa sonoridad extraña que tienen siempre las ciudades desconocidas, oímos su acento y vamos captándola en su fugaz temporalidad, como si fuéramos los oídos y ojos del personaje. La película está impregnada de calma, de su silencio, de su quietud – está solo en una ciudad nueva que no conoce, es extranjero – , de la luz blanquecina y marítima de la ciudad y de sus ruidos. Las imágenes que filma en su deambular por Lisboa, se las manda a su mujer, en Suiza y nos llegan a nosotros, espectadores, tamizadas por el sonido de una trompeta de jazz, y ahora ya mudas, solo gesto y movimiento. La ciudad, el personaje y su representación.

Este hombre decide ser un outsider, parar, bajarse del mundo y vivir con alegría y curiosidad en el vacío, completamente a la intemperie. Se entrega a la libertad absoluta de la página en blanco. Completamente extranjero y fuera de su mundo, en el vacío, como al revés del mundo, como el reloj del bar de la pensión donde se hospeda.


“Me siento bien. No hago nada. Pero no estoy de vacaciones. Cuando estamos de vacaciones hacemos cosas. Yo no. No hago nada. Soy un desertor. Me apetece andar, dormir, soñar. Y no moverme.” Es como los axolotes que describe Cortázar:

“Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente.(…) Sus ojos sobre todo me obsesionaban. (…) Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. (…) Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl.”

Buena parte de la película nos lleva fascinados por esa isla de libertad a la que se escapa el personaje y a la ilusión de detener el tiempo, del vacío, de lo nuevo. Pero poco a poco todo se mueve. Los otros se mueven también. La quietud es imposible, y la burbuja también. Y las cosas se deterioran, se complican.
A pesar de todo, en la actitud del personaje de permitirse el vacío, de ponerse a la intemperie a mirar, hay una forma de valentía: hay una vida diferente, otra manera de mirar, fugaz siempre sin embargo, sometida al desgaste del tiempo, a la derrota.
Volvemos al principio: no existe el silencio, ni la quietud. 

miércoles, 16 de abril de 2014

Intemperie I


INTEMPERIE (Del lat. Intemperĭes, mal tiempo, rigor atmosférico)
  1. f. Desigualdad del tiempo. 
  2. a la intemperie:  loc. adv. A cielo descubierto, sin techo ni otro reparo alguno.

Quedarse a la intemperie. Dejar de estar a cubierto, sin techo ni otro reparo. Olvidar los reparos y vivir el camino. Salir al camino. Mirar desde fuera la casa que se dejó, el amparo, verse en desnudo. Soltar la mano, el regazo. Todo eso es necesario. Y soltar lastre para mirar de otro modo y construir, para ser. Estar fuera. Outsider e intemperie sirven para hablar de lo mismo. Pienso ahora que son condición necesaria para crear, abrir camino. La intemperie es buena, nos transforma. 

Me acuerdo de mi entrada de octubre de 2013, "Vacío", del cuento de Vila-Matas “Fuera de aquí”:

"Está solo en la noche y en el mundo, Andrei Petrovic Petroscov, con una familia entera a su cargo. Es un ser aislado y en el fondo muy solitario, que tal vez sólo podría respirar si se atreviera a asomarse al espacio vacío que - piensa Andrei Petrovic Petroscov apagando de pronto el puro en el cenicero - debe de existir fuera de su familia. Pero ¿cómo se asoma uno a  un espacio vacío?”
                                                                   Enrique Vila-Matas, Exploradores del abismo

En el lado de fuera, en el vacío, se nace; a la intemperie. A la intemperie se crea. 

lunes, 14 de abril de 2014

Outsider



"Si eres alguien interesado, como yo, en la idea clásica de la odisea, siempre quieres estar fuera. Estar fuera para poder ver con perspectiva.".

"... como artista tienes que intentar permanecer fuera. Ser un outsider es muy importante"
                                                                                                              Damon Albarn


El artista es siempre un ousider, un extranjero. Siempre mira desde fuera. La creación se da después de salir de sí mismo, de algún modo, salir unos metros, kilómetros, un mar, para mirarse como otro, o para ver en lo propio lo otro. Y en lo otro, lo que hay de uno mismo. Salir y ensimismarse. Dos caras de la misma luna.  
Tal vez por eso el viaje, la odisea, la crisis, el cambio, es fuente de tantos procesos internos que culminan en creación, pues nos mueven del sitio, nos sacan de la perspectiva. El viaje en el sentido más puro y profundo de movimiento, cambio, de salir fuera: habitar lo extraño, lo otro. Ir lejos. Y volver otro. O no volver. Nada que ver con el turismo.