El personaje de Federico Luppi
dice al final de Martín (Hache):
"¿Sabés qué extrañaba yo de Buenos Aires? Los silbidos, la gente que anda
silbando por la calle. Aquí nadie silba por la calle, tardé en darme cuenta.
Notaba algo raro pero tardé unos cuantos meses en darme cuenta. Casi me vuelvo.
Me entraron ganas de volver. Pero pasó. Era absurdo. No se puede volver a un
lugar porque querés oír silbar a la gente"
¿No se puede volver a un lugar
porque quieres oír silbar a la gente? ¿Acaso no es un buen motivo a depender
del tamaño del hoyo que nos provoque esa falta? Te quedas si aprendes a
convivir con el hueco, con la orfandad. Si haces de ella un contenido.
I
Yo echaba de menos las luces tras
los escaparates de las tiendas y los bares, recién encendidas al caer la tarde,
en invierno. Las parejas y los amigos
sentados en los veladores de los cafés. Los primeros fríos. Recorrer las calles
sin rumbo a cualquier hora, de noche. Las voces de los niños en el patio de la
escuela, más allá de las ventanas, lejos. Las campanadas de las iglesias o de los
relojes que tocan las horas. Las sirenas de las ambulancias al fondo.
El mundo que suena aquí en cambio
todavía, a veces, me parece raro, algo ajeno y exótico. A menudo agresivo e invasivo, la
música en todas partes, los pitidos incesantes de los coches. A veces, viene
con los ecos de un mundo que ya se perdió: los vendedores ambulantes que cantan
sus productos por las calles, o en las playas. Otras es el grito ensordecedor
de una naturaleza intensa y excesiva, como las miles de cigarras que sonaban
por las mañanas en el parque que había junto a la primera casa en que viví. Sin embargo, ya es un mundo también mío. Las paredes de mi casa, una burbuja, un lugar al que llegar también. Y los caminos que dibujo con mis pasos: mi playa, dos museos, un teatro, las calles que piso. Algún amigo.
Pero año tras año, vuelvo a
sentirme en casa, acurrucándome en las voces de los niños y en las sirenas,
cuando despierto en Barcelona, cada vez que vuelvo. Me reconozco también en los
ladridos de los perros y los cencerros lejanos de las vacas en el monte, allá
en mi pueblo. El sonido del pertenecimiento.
Quedarse en el sitio de uno, volver al sitio de uno; formas de amparo, de sentirse protegido. Un descanso. Sentir que se puede estar allí sin
pensar en qué lugar se está. Sin que exista la conciencia de estar en otro sitio. El
lugar está dentro de uno. Uno está dentro del lugar. No hay que hacer nada para
habitarlo, para apropiarse de él. Todo lo que es ese sitio te pertenece: la
luz, la temperatura, el ruido.
Irse del sitio de uno. Transitar por lugares nuevos, hacerse habitante de otro, ser adoptiva. Tiene su emoción. La libertad de construirse de nuevo, de ser otra, constantemente. Al final, la casa la hacemos dentro.
III
Martín, el padre, en la película, se acostumbra a no oír los silbidos, a convivir con la orfandad, la falta. Constuye su casa-burbuja lejos de su país, se hace otro. Hache, el hijo, necesita volver a su mundo, para empezar a vivir, a construirse, a partir del pertenecimiento. Uno se va para quedarse. El otro vuelve.