“Sabe que o silêncio não existe?(...)
o silêncio não existe, e, ainda que eu fique aqui e não diga nada, há sempre
algo acontecendo e fazendo barulho. Ininterrumpidamente.”
Vuelvo a ver Dans la ville blanche de Alain Tanner, veintitantos años después de
haberla visto fascinada por primera vez y sin recordar ya apenas cómo o qué vi
en ella entonces, la que yo era entonces. Me la recordó un comentario que leí en
la novela de Carola Saavedra, lo anoté y
estos días de Pascua, con la casa convertida en burbuja, la vuelvo a ver y
retomo las notas que tomé entonces en mi cuaderno, a raíz de la lectura, con el
recuerdo de la película, y las rehago ahora después de haberla visto.
Aunque cesemos el ruido, aunque
guardemos silencio, siempre hay algo que suena. Tampoco la quietud existe. Pararse
forma parte del movimiento, que no se detiene. En el acto mismo de pararse hay
un gesto y aunque yo me calle, el ruido sigue y el movimiento. Mientras yo
estoy quieta, todo sigue, se mueven los otros, se mueve el mundo. Pasa el tiempo. No existe la permanencia, ni
el silencio.
El personaje de En la ciudad blanca, es un viajero, un
marino mercante que decide abandonar en Lisboa el barco y parar, no hacer nada,
quedarse. Sin motivo, sin objetivo, parar. Bajarse del engranaje de su vida
normal y limitarse a mirar. Recorre una Lisboa portuaria, cotidiana, y la mira
desde fuera, desde ese espacio de libertad y extrañeza del extranjero, desde la
alegría expectante y la libertad del desarraigo voluntario. Anda y anda por la
ciudad y la filma con una cámara de súper ocho. El espectador acompaña su
movimiento silencioso, su puro mirar y oímos los sonidos de la ciudad a su
paso, respiramos sus ruidos con esa sonoridad extraña que tienen siempre las
ciudades desconocidas, oímos su acento y vamos captándola en su fugaz
temporalidad, como si fuéramos los oídos y ojos del personaje. La película está
impregnada de calma, de su silencio, de su quietud – está solo en una ciudad
nueva que no conoce, es extranjero – , de la luz blanquecina y marítima de la ciudad y de sus
ruidos. Las imágenes que filma en su deambular por Lisboa, se las manda a su
mujer, en Suiza y nos llegan a nosotros, espectadores, tamizadas por el sonido
de una trompeta de jazz, y ahora ya mudas, solo gesto y movimiento. La ciudad,
el personaje y su representación.
Este hombre decide ser un
outsider, parar, bajarse del mundo y vivir con alegría y curiosidad en el vacío,
completamente a la intemperie. Se entrega a la libertad absoluta de la página
en blanco. Completamente extranjero y fuera de su mundo, en el vacío, como al
revés del mundo, como el reloj del bar de la pensión donde se hospeda.
“Me siento bien. No hago nada. Pero
no estoy de vacaciones. Cuando estamos de vacaciones hacemos cosas. Yo no. No
hago nada. Soy un desertor. Me apetece andar, dormir, soñar. Y no moverme.” Es como los axolotes que describe Cortázar:
“Fue su quietud la que me
hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me
pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una
inmovilidad indiferente.(…) Sus ojos sobre todo me obsesionaban. (…) Los ojos
de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera
de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto)
buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo
infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. (…) Espiaban
algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había
sido de los axolotl.”
Buena parte de la película nos lleva fascinados por esa isla de libertad a la que se escapa el personaje y a la ilusión de detener el tiempo, del vacío, de lo nuevo. Pero poco a poco todo se mueve. Los otros
se mueven también. La quietud es imposible, y la burbuja también. Y las cosas se deterioran, se complican.
A pesar de todo, en la actitud del personaje de permitirse el vacío, de ponerse a la intemperie a mirar, hay una forma de valentía: hay una vida diferente, otra manera de mirar, fugaz siempre sin embargo, sometida al desgaste del tiempo, a la derrota.
Volvemos al principio: no existe el silencio, ni la quietud.
A pesar de todo, en la actitud del personaje de permitirse el vacío, de ponerse a la intemperie a mirar, hay una forma de valentía: hay una vida diferente, otra manera de mirar, fugaz siempre sin embargo, sometida al desgaste del tiempo, a la derrota.
Volvemos al principio: no existe el silencio, ni la quietud.
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