jueves, 20 de agosto de 2015

Estocolmo

"Hasta que me mudé a Estocolmo tenía la sensación de que en mi vida había una continuidad, como si se extendiese ininterrumpidamente desde la infancia hasta el presente, enlazada siempre por nuevas relaciones, en un compleja e ingeniosa configuración en la que cada fenómeno que veía era capaz de evocar un recuerdo que despertaba en mí intensos sentimientos, algunos con un origen conocido, otros no. Gente con la que me encontraba que venía de ciudades en la que yo había estado, viejos conocidos, todo formaba una red densamente tejida. Pero cuando me mudé a Estocolmo, ese exceso de recuerdos se hizo cada vez más raro, y un día cesó por completo. Es decir, todavía podía recordar, lo que ocurría era que los recuerdos ya no despertaban nada en mí. Ninguna añoranza, ningún deseo de volver, nada"
                                                                  Karl Ove Knausgard, La muerte del padre

El traslado a otro mundo, otro espacio, conlleva de algún modo el abandono de quien fuimos antes, de la historia, el pasado, las referencias. Partir a otro paisaje, otro yo. Empezar de nuevo. 
En ese vacío nuevo, hay algo que engancha, un territorio sin equipaje. La vida se convierte en otra cosa, un transitar más leve, un recorrer los días como quien viaja siempre. Parece que se olvida. No se olvida, pero lo de antes, el otro sitio, es como una nebulosa, apenas se piensa en ello. Es mirar siempre a lo otro y a sí misma como a otra también, Te acostumbras y cada vez da más pereza volver. Sería como cargar de nuevo con todo el equipaje. Parece que pesa. Y aplazas el decidir. Y cada vez está todo más lejos. Más distante de quien eres ahora. Más cerca del olvido. Y tal vez es cierto que un día la añoranza cesa. Sin embargo, a veces vuelve y duele. El vacío y el olvido a veces duelen. 


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