I
¿Cómo es volver a un lugar donde
sigue la gente de siempre – algunos rostros familiares que conoces desde niña? Parecen
no haberse movido, en el mismo lugar donde siempre han vivido, sometidos al
ritmo lento de la vida conocida, el paisaje en que han nacido, el mismo sol que
dora las acacias desnudas todos los inviernos. ¿Cómo debe de ser vivir reconociéndose
en el transcurrir previsible de las horas, viendo a los otros – habitantes de
siempre del mismo barrio – salir por las mañanas, entrar en la oficina de la
caja, sentarse en la terraza del bar con la cerveza, envejecer poco a poco? Hay
algo plácido en ese existir lentamente
mientras se va haciendo tibio el sol del invierno y poco a poco se ensancha la
luz hacia la primavera. Esos rostros familiares, antes adolescentes o jóvenes,
hoy ya envejecidos, repitiendo gestos, rutinas, lugares. ¿Será para ellos esta
vida plana más reconfortante, más plácida, más fácil? ¿Se sentirán también inciertos,
difusos en un lugar inestable, nunca suyo?
II
Despertarte arrebujada dulcemente
en el edredón caliente, dormitando sin prisa, oyendo el silencio hueco de la
casa tibia todavía y las voces apagadas, lejos, de los niños en la escuela,
ignorando la absoluta precariedad del nido. Haciendo como que será así para
siempre, soñando que todo dura. Disfrutando del descanso absoluto de despertar
en la casa que te acoge. Amando el frío, la luz suave y paulatina de la mañana
invernal. Burbuja fugaz que te pertenece y no es intercambiable, ni eterna. Tal vez es la última vez. Habrá un día, ya próximo, en que no existirá este nido.
III
Reconocerte a tí misma en un
sitio. Pertenecer a las calles, el bar de la esquina, los bancos del parque, la
tienda de fruta. Formar parte de los ruidos, la luz, los cambios de las
estaciones. Es un descanso, un regazo, una forma de amparo. Vivir sin eso es un
viajar constante y lo malo es que ya no llegas a ningún sitio y nunca te
recuperas.
IV
La que recorre pasillos de metro
y calles y escaparates y habita los otoños y las cafeterías y el claustro de la
catedral, la que sueña y firma y fecha los libros, la que sale a mojarse de
lluvia, la que conduce hacia Levante por la carretera, la que fue. La que vive en el trópico y busca en el cielo
y mira el caos y los agujeros, la que guarda una caracola del Caribe, la que revive
a la que era cuando pisa de nuevo los pasillos. La que fue y la que es ahora. Las
dos. Absolutamente las dos. Ahora, en los pasillos del metro.
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