domingo, 12 de abril de 2015

Momentos fugaces de un invierno efímero


I

¿Cómo es volver a un lugar donde sigue la gente de siempre – algunos rostros familiares que conoces desde niña? Parecen no haberse movido, en el mismo lugar donde siempre han vivido, sometidos al ritmo lento de la vida conocida, el paisaje en que han nacido, el mismo sol que dora las acacias desnudas todos los inviernos. ¿Cómo debe de ser vivir reconociéndose en el transcurrir previsible de las horas, viendo a los otros – habitantes de siempre del mismo barrio – salir por las mañanas, entrar en la oficina de la caja, sentarse en la terraza del bar con la cerveza, envejecer poco a poco? Hay algo plácido  en ese existir lentamente mientras se va haciendo tibio el sol del invierno y poco a poco se ensancha la luz hacia la primavera. Esos rostros familiares, antes adolescentes o jóvenes, hoy ya envejecidos, repitiendo gestos, rutinas, lugares. ¿Será para ellos esta vida plana más reconfortante, más plácida, más fácil? ¿Se sentirán también inciertos, difusos en un lugar inestable, nunca suyo?

II

Despertarte arrebujada dulcemente en el edredón caliente, dormitando sin prisa, oyendo el silencio hueco de la casa tibia todavía y las voces apagadas, lejos, de los niños en la escuela, ignorando la absoluta precariedad del nido. Haciendo como que será así para siempre, soñando que todo dura. Disfrutando del descanso absoluto de despertar en la casa que te acoge. Amando el frío, la luz suave y paulatina de la mañana invernal. Burbuja fugaz que te pertenece y no es intercambiable, ni eterna. Tal vez es la última vez. Habrá un día, ya próximo, en que no existirá este nido.

III

Reconocerte a tí misma en un sitio. Pertenecer a las calles, el bar de la esquina, los bancos del parque, la tienda de fruta. Formar parte de los ruidos, la luz, los cambios de las estaciones. Es un descanso, un regazo, una forma de amparo. Vivir sin eso es un viajar constante y lo malo es que ya no llegas a ningún sitio y nunca te recuperas.

IV

La que recorre pasillos de metro y calles y escaparates y habita los otoños y las cafeterías y el claustro de la catedral, la que sueña y firma y fecha los libros, la que sale a mojarse de lluvia, la que conduce hacia Levante por la carretera, la que fue. La que vive en el trópico y busca en el cielo y mira el caos y los agujeros, la que guarda una caracola del Caribe, la que revive a la que era cuando pisa de nuevo los pasillos. La que fue y la que es ahora. Las dos. Absolutamente las dos. Ahora, en los pasillos del metro. 

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