viernes, 28 de marzo de 2014

Lejos



El placer de la carretera puede parecerse al del ir en tren. Uno mira las cosas desde una burbuja, como sobrevolando con los ojos sus perfiles, desde fuera pero al mismo tiempo acariciándolas. Con dulzura. Sintiendo leves pellizcos de complicidad con la vida, con cierta suave languidez. Como en una tregua, como a salvo.
Sin embargo, la carretera añade una nota suave de triunfo, de poder – el que da supongo conducir y ser el sujeto activo del gesto de viajar, del desplazamiento. En vez de dejarse llevar, uno conduce y va mirando el paisaje con una íntima satisfacción, mientras el coche va tragando los kilómetros. Nos hemos ido. Nos estamos yendo.
Todo brilla y nos acompaña, parece que nos habla. Un regalo. Avanzar por la carretera y ver la tarde acabarse dorando el verde de los bambúes, delineando los pinos gigantes y aparecer al fondo, en nuestro horizonte, la franja azul del mar, ya casi gris. Y teñirse el cielo de malva. De vez en cuando, una casa humilde, unas flores, una sábana…
El coche avanza y los ojos miran. Es como si observásemos la casa de otro. Un territorio distinto. Desde aquí podemos ver lo nunca visto. Recorrerlo. Desnudarlo un poco. Imaginarlo nuestro. Poseerlo. Salir de sí. Desde dentro y en silencio. Ensimismarse.
Y luego está el llegar. Correr al mar.  Pisar la arena desierta. Sentir sus rugidos mientras oscurece la tarde. Saberse lejos. Agradecer.

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